miércoles, 9 de septiembre de 2009

Un día en La Graciosa

                                   

Desde el primer momento que vi la isla de La Graciosa desde el Mirador del Río me dije:  tengo que ir allí. Ese pequeño pedazo de tierra en medio del oceáno Atlántico que junto con los otros islotes constituyen el Parque Natural del  Archipiélago Chinijo, desprendía un encanto tan especial que deseé fervientemente cruzar aquel estrecho brazo de mar llamado El Río, único obstáculo que me separaba de ese pequeño paraíso natural. Ese día tuve que conformarme con disfrutarla desde la lejanía, que no es poco, a través de las tremendas cristaleras del Mirador, que parecen dos ojos gigantes. Cautivada por el paisaje que se desplegaba ante mis ojos como el más bello cuadro, permanecí allí largo rato. Antes de abandonar el lugar, le pregunté a uno de los camareros si me podía decir cómo llegar allí y muy amablemente me informó que tenía que tomar un ferry desde Órzola, de manera que sin pensármelo dos veces decidí que ése iba a ser mi plan para el día siguiente.

El ferry salió del muelle del pueblo pesquero de Órzola a las diez de la mañana. La travesía duró apenas veinte minutos, no obstante pude disfrutar de otra perspectiva del norte lanzaroteño, flanqueado por el imponente Risco de Famara. Lo recorrí con la mirada de arriba a abajo tratando de localizar el mirador en el que apenas un día antes me había enamorado del lugar al que me estaba dirigiendo. No fue tarea fácil debido a que el genial artista que diseñó este centro turístico, César Manrique, se las ingenió para mimetizarlo totalmente con el entorno, pero finalmente logré ganar mi particular batalla cuando conseguí avistarlo. Cuando llegamos al muelle de Caleta de Sebo, el principal asentamiento urbano de La Graciosa donde viven alrededor de 650 personas, me dispuse a recorrer sus calles de arena, pues apenas hay asfalto. A pesar de lo pequeño que es el pueblo, pude encontrar una pastelería (donde hacen unas cosas riquísimas por cierto), varios supermercados, un colegio, una pensión, un local de alquiler de bicicletas, algunos restaurantes y hasta una discoteca. Lo que más me llamó la atención fue el interior de la iglesia que albergaba una interesante y original decoración con motivos relacionados con el mar. También me encantaron los lugareños, muy amables y auténticos con sus sombreritos en forma de campana para zafarse del sol. Para descubrir más encantos de este singular paraje decidí hacer una excursión en jeep que me habían ofrecido nada más llegar al muelle. Nos pusimos en marcha por las pistas de tierra hacia la Playa de los Franceses y Montaña Amarilla, donde se encuentra la Playa de la Cocina. Haciendo honor a su nombre, la montaña tenía un color ocre intenso avivado por la luz que irradiaba el sol de mediodía, contrastando con tonos más rojizos en la parte superior y cómo no, con el azul turquesa de sus tranquilas aguas.  Me hubiera encantado quedarme más rato allí disfrutando del paisaje y de la paz que se respiraba en ese lugar, pero teníamos que seguir nuestro camino. Cruzamos la isla para dirigirnos hacia el norte y allí me topé con una de las playas más bonitas que he visto en mi vida: La Playa de las Conchas. Se trata de una extensión considerable de arena fina y blanca bañada por un agitado mar de aguas cristalinas con vistas a los otros islotes. Afortunadamente pude disfrutar de aquel espectáculo de la naturaleza largo rato, ya que había acordado con  el conductor del jeep que me vendría a recoger a las cuatro de la tarde para llevarme de vuelta a Caleta de Sebo. Lo mejor de todo era que no había casi nadie en la playa y sólo se escuchaba el ruido del mar. ¡Eso sí que es relajarse y desconectar!

A la hora convenida regresamos al pueblo y como estaba muerta de hambre me comí un pescadito con papas arrugadas en uno de los restaurantes. Como no podía ser de otra manera en un lugar con semejante tradición pesquera, estaba buenísimo.  A las seis zarpamos de vuelta a Lanzarote dejando atrás lo que para mí fue un día perfecto.

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